lunes

4: ¿Quién elige a a quien?


El autor tiene derecho a creerse libre cuando se pone a escribir. Tiene derecho a creer que cuando elige un estilo o un título o unos personajes, lo hace con entera libertad. 
Pero, hace años, un personaje mío decía esto...

Ismael. "Ser escritor es trágico. No tienes libertad de elección. Y encima se empeñan todos en no entenderlo. Por ejemplo, llegas a una entrevista y, ¿cuál es la primera chorrada que te sueltan?: "¿A usted le gusta escribir por la mañana, por la tarde, o de noche?" Hija mía, ¡qué más da!, no le es dado a uno elegir la hora en que escribe. Se puede contestar: "a mí me gusta escribir toda la mañana tumbado en la cama, como hacía Proust". ¿Y qué? Igual te pegas mañanas y mañanas en la cama sin escribir una sola línea que no merezca ir al fuego; pero llegas una noche a casa, a las tantas, reventado de revelar montones de carretes, te sientas con la sana intención de ver un rato la tele mientras cenas un poco de fruta antes de irte a la cama, y allí, precisamente allí y precisamente entonces, mientras en la pantalla vocean nimiedades y los melocotones se aburren en el plato, escribes casi sin darte cuenta, con el primer lápiz despuntado que pillas y en el margen de un sobre, un párrafo que te deja sin aliento a ti mismo cuando lo lees en frío a la mañana siguiente. A lo mejor, el día que más cansado estás, coges el folio que escribiste ayer con el único propósito, porque no te ves con fuerzas para más, de revisarle la ortografía, y entonces, precisamente entonces y precisamente allí, ese personaje inasible que llevaba meses sin querer definirse, se te materializa por fin en el folio más inesperado, te lo encuentras allí delante, cara a cara, y empieza a explicarte su vida mientras le sirves una copa, y escribes su historia de un tirón, y acabas a las seis de la mañana, agotado, ojeroso, atufando a tabaco negro y a café recalentado, pero con un buen capítulo en las manos. No se puede elegir la hora; las historias se dejan escribir cuando ellas quieren, no cuando pretendes sacarlas tú del limbo por la fuerza. No tienen horario. Pero no es esto lo peor. Lo peor es que tampoco puedes elegir la historia que escribes; más bien te elige ella a ti para corporeizarse a tu través. Te puedes pegar días y semanas y meses y años intentando escribir cuentos para niños, y si lo tuyo es escribir novelas de terror, en cuanto aflojes un poquitín la concentración en los caballitos, en las princesas y en los soldados de plomo, las hojas que estés escribiendo se te poblarán de monstruos como por ensalmo.¡Ni se puede elegir el estilo! Tú tienes perfecto derecho a empecinarte en querer ser poético, y en aspirar a la sana imitación de Rubén Darío, pero si lo tuyo es ser horripilante y sepulcral, en cuanto descuides la guardia se te escurrirán de las uñas ensangrentadas los párrafos tenebrosos como racimos malditos, y no te parecerás a Rubén Darío ni en el blanco de los ojos porque los tuyos se habrán teñido de rojo y de verde oscuro. Sí. Ya lo creo que es trágico ser escritor. Y muy duro. De hecho, no existe la vocación de ser escritor sino la cruz de serlo. Porque sólo se es tal cosa realmente cuando dejas que tu cuerpo entero sea vehículo sin voz ni voto de cuanto quiera escribirse a través de ti. Y es posible que luego lo leas y te dé vergüenza, o asco, o miedo... Es posible que al leer las cosas que escribes quieras quemarlas, o quemarte tú mismo... Necesito quemar un "Habanos", a ver si me callo. Con su permiso, señores, me lo voy a fumar. Dejaré que el rudo y salvaje aroma del fuerte tabaco cubano compita por unos instantes con las suaves fragancias de los Virginias, con el delicado aroma de los Kentuckys, con el regustillo dulzón que deja en el aire esa mezcla finlandesa que fuma Manuel... (Coge un "Habanos, lo enciende pensativo, se queda mirando la cerilla, le da una segunda e intensa chupada) Pero es que, y ahora viene lo más gordo (sigue hablando mientras el abundante y blanco humo se le sale por la boca, al compás de las vocales, imitando el instante en que se inventaron las señales de humo), es que ni siquiera puede uno decidir si quiere o no ejercer de escritor; es una cruz de la que no puedes librarte y que no concede treguas ni vacaciones. Te puedes obstinar en no escribir ni una mísera sílaba, claro que sí, pero las historias que desean ser redactadas por tu mano no dejarán ni un momento de aporrearte el portón de la conciencia. Y querrás concentrarte en otros asuntos, y no podrás; querrás prepararte unas oposiciones, y no harás más que chupar el bolígrafo y ver pasar las horas, estériles y muertas como un pueblo abandonado; querrás oír música, y no distinguirás a "Metallica" de "Julio Iglesias"; querrás hablar con la gente, y comprobarás con estupor que no sabes; querrás vivir al margen de los libros y te crecerán en las solapas; querrás vivir sin un bolígrafo en las manos, y te los regalarán a docenas; encenderás el ordenador para echarte un "Block out" o un "Supaplex" y a lo que abras los ojos habrás puesto en marcha el "WordPerfect" sin apenas darte cuenta.
Manuel. Te dejas la máquina de escribir.


Ismael. La máquina de escribir se ha convertido en un objeto muy especial. Un híbrido histórico. Es el santo y seña de los que se han quedado anclados en la prehistórica era preinformática. Viene a ser algo así como la edad del bronce. Ni fú ni fá. Si de verdad aborreces la creciente tecnificación, escribe con una pluma de ganso, o mejor aún con un escoplo, como Pedro Picapiedra. Pero si eres capaz de dar el salto a la máquina de escribir, es mejor que des el salto entero y te instales en la prodigiosa eficiencia de los programas de tratamiento de textos, que a la hora de redactar cualquier cosa, desde una receta culinaria hasta la traducción íntegra de La guerra y la paz al swahili, constituyen la gozada total. Puedes tener perfectamente archivados cientos y cientos de textos, retocarlos mil veces, y cuando por fin están a tu gusto, los imprimes. Sencillamente perfecto. Pero aunque los ordenadores la conviertan en una cruz muy bonita y con cristal líquido retroiluminado, escribir no deja de ser una cruz. Y muy jodida.
Daniel. Así que tú eres de los que creen que los que no sabemos ni encender un ordenador somos los nuevos parias de la sociedad; amén de analfabetos, por supuesto.
Ismael. A priori, ni lo uno ni lo otro. Depende de ti. Me explico, si no sabes manejar los ordenadores porque no te da la realísima gana de aprender, me parece fenomenal. Es cosa tuya. Estás en tu derecho. Y los que no saben manejarlos porque no han tenido ocasión de aprender, pues vale, a mí plin. No me alteran la paciencia, con tal de que no tengan reparo en decir la verdad: que no saben manejar ordenadores o porque no quieren o porque no han aprendido. Y ya está. Sin darle más vueltas. Los que sí reconozco que son una especie de parias son los que se empeñan en justificar su ignorancia: que si los ordenadores amenazan la libertad del individuo, que si los ordenadores no son creativos, que si los ordenadores nos despersonalizan convirtiéndonos en números. Toda esta gente resulta grotescamente patética. Y si no, recordad lo que nos enseña la historia: cierto pastor anglicano le dijo a Stephenson que su invento era cosa del diablo, y que todos los que viajasen en tren irían derechitos al infierno. Siempre ha habido gente que se queda estancada, y que no logra asimilar los avances de la tecnología. No es nada nuevo. Lo único nuevo es que a los incapaces de sacarle partido a los ordenadores, que no son ni más ni menos que una herramienta, igual que un sacacorchos o un azadón, les ha dado por decir idioteces del estilo de "los ordenadores nos convierten en números", "donde entra un ordenador deja de haber creatividad", "menos ordenadores y más leer a Homero". Como si para leer a Homero hiciera falta renegar de la corriente alterna.







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