sábado

2: Por qué escribo ciencia ficción (II)


La visión de aquel extraterrestre de plástico, recorriendo en su nave discoidal el suelo de mi dormitorio, tuvo - ¿quién me lo echará en cara? – efectos devastadores sobre mi cordura. Desde aquel encuentro cercano estudiar casuísticas de OVNIs me parece apasionante. Como a otros muchos. La diferencia es que, al menos – ¡flaco consuelo! –, yo sé por qué…

Centrémonos. Lo relevante es que era muy joven: ¡podía haberlo superado!
Tal vez bastaba con haberme concentrado en cosas normales para un chico de ocho años; haberme concentrado en…

… en mis inicios como cantante de ópera, arropado por mis compañeros del coro de la parroquia, siempre dispuestos a hacerle un contrapunto a mis gallos.
… en mis primeros pasos como naturalista, cuidando renacuajos, observando arañas, manoseando cadáveres de pájaros, experimentando si duele o no duele el frío beso de las sanguijuelas.
… en mi entrenamiento de explorador, buscando rendijas en las tapias de los colegios de chicas.
… en mis estudios de ingeniería de armamento y de óptica aplicada, construyendo tirachinas cada vez más precisos y adaptando a las rendijas antes mencionadas diversas combinaciones de vidrios que aumentasen la nitidez del espectáculo.
… en mis análisis estadísticos aplicados al recuento e intercambio de cromos.
… en mis indagaciones sobre la química del fuego, acompañando a los mayores cuando llevados de su afán experimental se escondían en edificios abandonados e investigaban las condiciones óptimas para la combustión del tabaco.
… en entrenar para que Yasing y yo siguiéramos siendo los dos mejores porteros del mundo.
… en hacer los deberes a la velocidad del rayo para irme cuanto antes a jugar a la calle con los que ya llevaban allí un buen rato porque no los hacían.

Tal vez si mi mente se hubiera centrado en todo eso, habría llegado a ser un adulto normal, y no un drogodependiente que necesita inyectarse la ciencia ficción en vena; preferentemente en forma de letra impresa, aunque el cine también ha sabido darme buenos subidones.
Y a eso iba. Al cine.

El domingo 1 de septiembre de 1974, me estaba esperando otra experiencia demoledora. Más intensa aún que la visión nocturna del platillo de plástico. Ese día, a las cinco de la tarde, mi padre me lleva al cine a ver la película de Stanley Kubrick "2001, UNA ODISEA ESPACIAL".


Creo recordar que la entrada valía 60 pesetas, aunque no me atrevería a jurarlo en un juicio. Lo que sí puedo jurar es que salí del cine con el sistema nervioso en estado de ebullición.
Primer flash: la escena de los monos.


Los chavales contemporáneos, acostumbrados a ver BONES y CSI, no podrán entender el shock que me produjo aquella escena: era mi primer asesinato.
En casa no teníamos televisión, a ver la tele de la vecina sólo pasaba cuando echaban dibujos animados y al cine sólo había ido seis o siete veces y siempre para ver películas de Walt Disney.
¿Cómo no voy a quedarme turulato si de pronto me llevan a ver una película de Kubrick rodada en Cinemascope y a los quince minutos asisto a un asesinato? Y no un asesinato cualquiera. Los que están en pantalla son los primeros homínidos. Y el que mata a su congénere no lo hace de cualquier manera: se le acerca empuñando un hueso y lo mata descargándole un golpe en la cabeza. Sólo tenía doce años pero lo vi más claro que el agua: aquel mono peludo simbolizaba a Caín. Mejor dicho: ¡Era Caín! Y el que se quedaba muerto en el suelo, claramente, era Abel.
Años después le expuse a un cura - cuyo nombre omito - esta manera de enfocar la escena y agarramos una discusión sobre el Génesis explicado a los darvinistas que duró casi cinco horas y que dimos por acabada porque durante la misma nos habíamos soplado un paquete de Ducados, dos farias y dos litros de vino de misa y ya no entendía el uno lo que farfullaba el otro.
Pero la escena de los monos no es nada comparado con lo que viene luego. Con esa exquisita transición entre el hueso tirado al aire y la nave en órbita, empiezan dos horas de cine que me dejaron ultraflipado.

Intentaré situar al lector.
Empezaré por el marco histórico: Franco está vivo aunque ya no le lleguen las fuerzas para inaugurar más pantanos. La disciplinada Alemania de Sepp Maier ha ganado el Mundial de fútbol contra la imaginativa Holanda de Johann Cruyff.


Gerald Ford lleva 26 días en la Casablanca, abandonada por Nixon tras el escándalo del Watergate. El soldado japonés Shoichi Yokio, escondido en una selva filipina desde 1944, acepta, al fin, rendirse.


Seguiré por el marco tecnológico: el máximo exponente de la tecnología que había en mi vida era el calentador de agua, que funcionaba quemando gas butano y haciendo circular el agua por un serpentín de cobre. Hasta la fecha, había visto cuatro televisores; todos, por supuesto, en blanco y negro.



Lo más parecido a las actuales redes de comunicaciones era el aparato de radio; un mueble de madera con diales de ruleta y lleno de válvulas de vacío tan grandes como las bombillas del techo.




Si quiero alucinar y pensar que estoy en otro planeta o que me han transportado al futuro, me basta con andar dos calles para ver algo inaudito y casi extraterrestre que suele estar allí aparcado: un Gordini.



Son las fechas en que tres o cuatro privilegiados empiezan a utilizar la cinta de casete con sonido estéreo. La mayoría seguimos en el vinilo de 33 revoluciones con sonido mono. Algunos adelantados han oído hablar de la marca Adidas; la mayoría llevamos zapatos Gorila o Segarra.


En clase, lo último de lo último era apoyar en la pizarra un listón de madera para dibujar lineas rectas. Algunos profesores especialmente atrevidos, clavaban una alcayata en la pared y colgaban mapas que, si eran a todo color, podían dejarte como hipnotizado durante toda la clase. En mi colegio, nadie tenía un reloj digital. Ni automático. Ni con segundero. Ni sumergible. No tenían ordenadores ni en el ayuntamiento. Los videojuegos no es que no los tuviese nadie, es que lo único parecido a un videojuego que ya estaba inventado en 1974 era el PONG de Atari.


Nadie podía imaginar que algún día habría teléfonos que viajarían en el bolsillo.


De vez en cuando aparece por la calle algún tipo con gafas de sol y todos nos quedamos embobados mirándolo hasta que dobla una esquina. Nadie ha visto un portaminas. Nadie ha visto un rotring. Si dibujas a lápiz ha de ser teniendo a mano el sacaminas y si dibujas a tinta ha de ser con el tiralíneas y tintero.
Nadie ha inventado la jeringuilla desechable. Cuando el practicante - que a la vez es el barbero - viene a casa a ponerte una inyección, empieza por desinfectar una de sus dos o tres agujas y su única jeringa de vidrio sumergiéndolo todo en alcohol y prendiéndole fuego con un mechero de gasolina.


Las persianas de las casas siguen siendo todas de madera y se accionan con una cuerda enrollada; para subir la persiana hay que pasar la cuerda por un gancho y hacerle un nudo. Empiezan a verse las primeras persianas de aluminio, pero valen una fortuna.
La bebida más psicodélica y ultramoderna que puedes beberte es una gaseosa de pito.


En mi barrio, no tiene lavadora nadie de nadie. La colada se hace a mano y el jabón con más ventas es un cubo marrón que parece un ladrillo llamado Jabón Lagarto.


Al fútbol se juega con un jersey de lana y con unas botas que ahora parecerían alpargatas. Sigue habiendo en Zaragoza cientos de calles sin asfaltar; la mía, sin ir más lejos. Nadie ha visto un tubo fluorescente ni en foto. La mayoría no tenemos lámparas en casa. Una bombilla cuelga del techo en el centro de cada habitación.
Conocer a alguien que ha estado en el extranjero es como conocer al Papa. La mayoría de las familias no tienen cámara fotográfica. Las pocas que se ven son Werlisa, pesan medio kilo y entre foto y foto necesitan medio minuto.


No está inventado el chubasquero. Puedes elegir entre el paraguas o mojarte.
Muchísimas casas carecen de ducha. Hay que higienizarse a plazos: hoy los pies, mañana la cabeza…
Se siguen viendo por la calle más carretas de madera que coches. Junto a mi casa hay un riachuelo, hierba, pastizales, cañas, arboledas, gatos viviendo libres, una vaqueriza…

Y entonces llega Kubrick y me lleva de viaje en la Discovery. Una nave capaz de ir a Júpiter.


Una nave que lleva a bordo un ordenador inteligente. Tan inteligente como para hablar, ganar al ajedrez, tomar decisiones… Tan inteligente, incluso, como para volverse un neurótico, un paranoico, un enfermo psiquiátrico, un asesino…

"Usted y Frank Poole habían decidido desconectarme. Y eso es algo que yo no puedo permitir que suceda".

“Adiós, Dave. Esta conversación ya no tiene ningún objeto”.

Comprendedlo, por favor: sólo tenía doce años cuando conocí a HAL...


Pues claro que necesito pincharme la ciencia ficción en vena.

“Dios mío. Está lleno de estrellas…”


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