sábado

3: Tiburón


(I)
En Hollywood siguen diciendo que Steven Spielberg tenía 26 años al empezar el rodaje y aparentaba 101 cuando lo acabó.


Se refieren al rodaje de esa joya del séptimo arte titulada “TIBURÓN”.
“Jaws (Mandíbulas)” en el original inglés.

– ¿Jaws? ¿Y eso qué es? ¿Una chorrada sobre dentistas? – fue lo primero que dijo Spielberg cuando los productores le propusieron que dirigiera “Jaws”.
– No, hombre, no. Es una película sobre un tiburón gigante que se come a la gente.
– ¡Peor aún! No, gracias. Para rodar una película de monstruos come gente no necesitáis un director. Necesitáis un imbécil.

El asunto empezaba con buen pie...

"El gran pez se movía silenciosamente en las oscuras aguas..."

Así empieza la novela de Peter Benchley, periodista cuyo último trabajo había sido escribirle los discursos al presidente Lyndon Johnson. Fue al quedarse en paro cuando tuvo la inspiración fulminante del tiburón que arruina un pueblo turístico. Sólo le mandó 4 folios al editor, Thomas Congdon – quien por cierto se limitó a elegir el título más corto de entre los propuestos – pero para él fueron suficientes.
"Toma 1200$ de anticipo y enciérrate a redactar la versión definitiva. La quiero en un mes".
En un mes, Benchley le remitió la "versión preliminar", de la que el editor dijo en privado que era acojonante. Le duplicó el anticipo y le pidió que se diese prisa. Transcurre un trimestre.
Benchley le remite la "versión a medias", en la que el editor sabe captar las vibraciones del éxito.
Le suelta a Benchley un cheque por 40.000$. Estamos en 1973, así que el total anticipado equivale a 3 millones de pesetas. Haciendo la cuenta a lo bruto, 300.000€ de 2010. Lo cual demuestra que el editor tuvo buen olfato.
Como los productores... David Zanuck y David Brown.



Acababan de dar el golpe con "EL GOLPE", una película inolvidable, en la que Robert Redford, Paul Newman y Robert Shaw consiguen durante dos horas que el espectador crea que lo blanco es negro.
Podían haberse pasado una temporada vegetando pero la inactividad no casaba con ellos.
Llegó a sus manos la "versión a medias" y sin pensárselo dos veces compraron los derechos cinematográficos de la novela – que aún no existía como tal – por 175.000$ y se tiraron de cabeza al mar, presupuestando 1 millón de dólares para el rodaje de escenas preliminares con tiburones auténticos en la Gran Barrera de Coral australiana.
Ellos también habían notado las vibraciones de una superproducción que iba a romper las plusmarcas de taquilla.

Se plantaron en Sidney con un equipo de filmación – en el que aún no estaba Spielberg – especializado en documentales. Primer contratiempo: el tiburón más grande que se acerca a curiosear mide 5 metros. El de la novela mide más de 8. Solución propuesta por el responsable de fotografía: construyamos una jaula antitiburones de mitad de tamaño y metamos dentro a una persona que mida poco más de un metro. Si se acerca a la jaula el mismo tiburón de 5 metros que vimos ayer, veremos qué efecto hace junto a un hombre bajito. En todo caso, el tiburón parecerá enorme.
¿Y dónde se pueden encontrar submarinistas bajitos?
No tiene por qué ser un submarinista, ya le enseñaremos a manejar el equipo de buceo...
Lo dicho, ¿dónde hay gente bajita? ¡En los hipódromos!
El elegido por la diosa Fortuna es el jockey Carl Rizzo, que apenas mide metro treinta y cinco.
Carl Rizzo no estaba pasando una buena temporada. Hacía tiempo que no ganaba una carrera.
– ¿Quieres ganarte 500 dólares en una mañana?
– Yo no estoy dispuesto a matar a nadie...
– Tranquilo. Sólo tienes que meterte en una jaula y dejar que un cámara te filme durante un rato.
– ¿Qué tipo de jaula?
– Una de esas de aluminio con flotadores. Antitiburones, las llaman.
Rizzo desciende de italianos. Es un tipo moreno. Palidece.
– ¿Y si te damos mil?

Esa misma tarde, Carl Rizzo está mar adentro, probándose un traje de hombre rana, mientras unos tipos tiran al agua los restos del matadero y el equipo de mecánicos monta las tres jaulas.
La jaula de encargo había costado el triple del precio de catálogo de una jaula estándar y medía poco más de la mitad. También los barrotes tenían la mitad de diámetro; nadie pensó que el grosor del barrote guardase relación con su resistencia mecánica.
Mientras los desperdicios de la carnicería seguían cayendo al mar, Rizzo completó un cursillo acelerado de buceo y se metió en la jaula, que ya estaba en el agua, sostenida por los flotadores y por las cadenas de amarre. Los buzos filmadores se colocaron en sus dos jaulas de tamaño normal y esperaron.
No hizo falta mucho rato.
Un gran blanco de cinco metros y medio se acercó a toda máquina pensando “Es la hora del rancho, chicos”.


La nube de tripas de vaca ondulaba junto a la jaula de Rizzo, y la bestia embistió como una locomotora, rompiendo los barrotes y metiendo media cabeza en la jaula. Trataba de atrapar al jockey, que a sus ojos debía ser una especie de morcilla.
Aprovechando que el monstruo se quedó un instante quieto, como dudando, Rizzo se apartó de la horrible boca, salió de la jaula buceando, pasó bajo la quilla del barco y en cuanto asomó a la superficie fue izado a bordo con un gancho.
Vomitó en cubierta desde su último sándwich hasta su primera papilla.
Esa misma noche, en puerto, cogió una borrachera capaz de matar a seis cosacos.


Pero la toma del ataque a la jaula era genial. De hecho, es la que sale en el montaje definitivo de la película, mezclada con otra toma de estudio en la que Richard Dreyfuss patalea en una jaula de verdad contra un tiburón de plástico.


Los productores vieron aquella toma – que casi les había costado el millón presupuestado entero – y se volvieron a Hollywood diciendo “Hay que seguir con el proyecto. Buscaremos un buen director que filme el resto.”

(II)
Robert Zanuck pensó en Steven Spielberg – joven, judío, novato, flaco, miope y lleno de manías – porque le había gustado mucho su último trabajo para TV: “Duelo”.
Una película en la que Spielberg, con pulso, con ritmo, con garra, con tensión, y sobre todo con un control milimétrico del “tempo narrativo”, nos llena hora y media con una historia que sólo aparenta dar de sí para diez minutos: un conductor de automóvil se ve perseguido por un camión gigantesco que pretende aplastarlo.
– Ahora se trata de filmar lo mismo, pero con un tiburón que persigue bañistas y a pantalla grande.
– Lo pensaré.
Spielberg se fue a pensarlo en compañía de su equipo habitual de técnicos.
– Necesitamos un tiburón de 8 metros que se pueda filmar tanto desde fuera como desde dentro del agua, que se trague gente, que tenga la flexibilidad de uno auténtico, que nade como uno de verdad pero pilotado por un hombre, que en todo momento parezca de verdad, que pueda arponearse, que sangre, que mueva las mandíbulas, los ojos, las aletas, las branquias, que pueda morder una barca...
Y que dé miedo. Sobre todo, que dé mucho miedo.

El veredicto de los técnicos es tan breve como irónico: "¿No prefieres pescar uno y amaestrarlo?"
Pasan los días y todos los especialistas en efectos especiales con los que habla opinan lo mismo: "Imposible".

Nos estamos metiendo ya en el año 1974 y no hay estudio que quiera intentarlo.
Una noche, Spielberg, que de por sí es poco sociable, asiste a la cena de despedida de Bob Mattey, que se jubila después de 22 años trabajando para los estudios Disney en calidad de mecánico.
Spielberg va por compromiso: un buen amigo se lo ha pedido. Charla un rato con el jubilado, al que apenas conoce de vista.
– ¿Cuál ha sido el encargo más difícil de tu carrera? – se le ocurre preguntar.
– La escena del pulpo, en "20.000 leguas de viaje submarino". Aquel jodido pulpo de plástico no hacía lo que le mandabas, y eso que las rótulas neumáticas que llevaba dentro de los tentáculos las había montado yo en persona, una por una. Aquel puñetero pulpo tenía vida propia, qué cabrón...




Aunque las escenas de cocodrilos que rodé con Johnny Weissmuller, en los años 30, también fueron bastante peliagudas: había que mezclar las imágenes de cocodrilos auténticos con las que rodaban usando mis cocodrilos mecánicos, y a veces se notaba mucho... Pobre Johnny, por cierto, qué viejecito está... Con lo buena persona que era...

A Spielberg se le acelera el pulso.
– ¿Podrías enseñarme tu taller?
A la mañana siguiente, Bob Mattey lleva a Steven Spielberg a su santuario. No es un taller convencional. Es un amplio sótano que comunica con un garaje de 12 plazas, ambos propiedad de la familia Mattey. El sótano está lleno de prensas, de paneles, de herramientas, de cajas, de artilugios, de naves espaciales, de maquetas, de trajes de astronauta, de cascos, de piezas de moto...
En el garaje, Bob conserva uno de los tentáculos que casi acaban con la vida del Capitán Nemo, dos de los caimanes que utilizó en "Tarzán y su compañera" y una enorme cabeza de dinosaurio que reposa en un estante sin saber que Spielberg se acordará de ella cuando ruede “Parque jurásico”.
– Quiero rodar una película en la que un tiburón de 8 metros se aficiona a la carne humana - le dice Spielberg, poco dado a irse por las ramas.
– A mí no me mires. Me acabo de jubilar.
– Todos los técnicos en efectos especiales de todos los estudios habidos y por haber me han dicho que un tiburón mecánico de ese tamaño y que dé el pego es imposible.
– Y yo también te lo digo.
Spielberg apoya su mano en la frente del dinosaurio.
– Pues es una pena... Me habría gustado refrotárselo por la cara a todos esos jóvenes que creen saber la Biblia en verso y que se alegran cuando los viejos os retiráis. ¿Sabes lo que suelen decir los jóvenes de efectos especiales cuando los veteranos colgáis las botas?
– No. No lo sé.
– Aprovechemos para hacer un buen trabajo, ahora que hay un estorbo menos en el plató – Spielberg levanta la mano. La pasea por los dientes de un cocodrilo. Se la da a Mattey –. Lo dicho. Me habría gustado refrotárselo por la cara. Adiós.

A los tres días, cuando apenas pasan cinco minutos de las seis de la mañana, Bob Mattey llama a Spielberg. Tampoco le gusta andarse con rodeos: “Tengo montada una maqueta operativa de medio metro. ¿Vienes a verla o prefieres seguir durmiendo?”
Cuando Spielberg la ve, se emociona tanto que se va al extremo del garaje en el que está la manguera, y se atiza un chorro de agua helada en la cabeza. Estamos en Enero. Huele a nieve. Pero Spielberg se siente como una locomotora en verano.
– ¿Cómo has hecho este recubrimiento tan genial? ¿Con auténtica piel de tiburón?
– Con una gabardina vieja, pan rallado y laca de uñas.
– Quiero uno de ocho metros.


– El de ocho metros necesitará un equipo de quince hombres para accionarlo. Y tendrán que ser tan buenos como los que me ayudaron con el pulpo. El peor de los quince tiene que ser un buceador de primera.
– Lo sigo queriendo.
– Estamos hablando de millón y medio de dólares.
– Hazlo.
– Harían falta tres. Uno abierto por el costado derecho, otro abierto por el costado izquierdo y uno cerrado. Igual acabamos en los cinco millones.
– Ponte en marcha. Lo pagan Zanuck y Brown.

(III)
Zanuck y Brown empezaban a tener miedo. Ya se habían gastado una buena pasta y ahora venía aquel viejecito a decirles que la bestia mecánica costaba cinco millones. Sienten la punzada de echarse atrás. Pero Mattey acciona la maqueta a escala y caen en el embrujo: parecen los gestos de un tiburón de verdad.
– Habrá que ponerle nombre – dice David Zanuck, mientras firma un cheque.
– ¿Qué tal Bruce? – dice Spielberg.
Así se quedó. Bruce.
Zanuck ojea los planos que ha dibujado Mattey. El mayor tiburón mecánico de la historia: 8´28m de eslora, 2'44 de manga y 2'18 de puntal. Con una boca en la que cabe un sillón. Habrá que ir pensando en contratar a tres o cuatro actores.

Zanuck y Brown mantienen buenas relaciones con Charlton Heston, un tipo honrado y bruto a partes iguales que no necesita esforzarse para hacer papeles de macho dominante. Está rodando para la Universal “Terremoto”, película dedicada a convertir Los Ángeles en un queso gruyere. En un descanso, coinciden. Charlton Heston lo ve claro.
– El papel del jefe Brody es mío.
– Pero tú estás ahora ocupado en salvar Los Angeles.
– Esto está ventilado en un par de meses. Dedicamos quince días a descansar y en cuanto empiece el verano rodamos Tiburón.
– Lo hablaremos con el director – le dicen.
– ¿Quién es?
– Un novato que apunta buenas maneras. Se llama Spielberg.
Charlton Heston ya era un hombre muy seguro de sí mismo cuando todo su público eran sus compañeros de clase. Ahora que es famoso hasta en el polo norte, se siente capaz de conquistar el planeta de los simios.
– ¡Un novato! Ja, ja, ja... Cuando sepa que quiero trabajar con él se va a cagar del susto.

Por si Charlton Heston fuese poco para el futuro reparto, el papel del oceanógrafo Matt Hooper le cayó en gracia al mismísimo Jeff Bridges, que acababa de ganarse el aplauso de la crítica con "El último héroe americano" y que podía presumir de tener enamorada a la mitad femenina de EEUU e incluso a un buen pellizco de la mitad masculina.
Zanuck y Brown pensaban que Spielberg estaría encantado. Nervioso ante la idea de trabajar con dos monstruos consagrados, pero radiante de orgullo.
Lo que dijo Spielberg fue: "No los quiero ni en pintura".
Zanuck y Brown, que ya habían visualizado carteles con los nombres Heston Bridges en lo más alto, creen estar soñando.
– Charlton Heston y Jeff Bridges, que ya forman parte del estrellato, quieren trabajar en una película dirigida por ti, que de momento formas parte del atrezzo, y los rechazas. ¿Te falta un tornillo?
– Si en la película trabaja Charlton Heston, el protagonista es Charlton Heston.
– Toma, claro.
– El protagonista de Tiburón no puede ser Charlton Heston.
– ¿Y eso por qué?
– El protagonista de Tiburón tiene que ser el tiburón.
Zanuck y Brown tienen una intuición simultánea: "Este jodido flacucho nos va a dejar a todos a la altura del barro".
– Tú mandas. Elige a quien te dé la gana.

Spielberg contrata a Roy Scheider. Es el prototipo de lo que él quiere: actores sólidos, capaces de ejecutar al pie de la letra lo que diga el guión, pero que no sean estrellas deslumbrantes para que el público se fije en la historia y no en ellos. Roy acepta de buen grado. No puede imaginar que está aceptando el papel de su vida.
Spielberg se lanza a por su segunda presa. Para el papel del oceanógrafo Matt Hooper quiere a Richard Dreyfuss, que está en la cresta de su ola personal después del excelente personaje que acaba de desarrollar en “American Graffiti”. No tarda en leerse el guión ni media hora. Sus palabras son: “Vaya mierda de papel. Que lo haga su tía”.
– Bueno. Tú te lo pierdes – dice Spielberg, aparentando marcharse.
– Que yo me lo pierdo… ¿El qué?
– Vamos a rodar en pleno verano, en un pueblecito de la costa este que es como un sueño hecho realidad, con su playa de arena fina, sus arbolitos, su solecito, sus casitas de madera a la orilla del mar… Un verdadero paraíso.
– ¿Y…?
– En verano habrá tantas chicas pasando sus vacaciones que no podremos ni contarlas.
– Siempre supe que acabaría dedicándome a la oceanografía.
Le falta el tercero. El actor que dé vida a Quinn, el pescador de tiburones.
Spielberg, a veces, razona de manera muy rara: para el papel del marinero encallecido, sucio y vestido con camisas viejas, quiere a alguien que siempre haya hecho papeles de señor elegante con traje a medida. Le tiene echado el ojo al británico Robert Shaw, que tras muchos años triunfando en el teatro ha despertado los aplausos de la crítica por su exquisita sobriedad en "El golpe".
Spielberg se va a hablar con él.
– No, gracias, no me interesa vestirme con harapos y dejarme patillas.
– Es una pena. Esperaba no tener que darles la razón.
– ¿Darles la razón...? ¿A quiénes?
– A los que dicen que está usted encasillado, que lleva veinte años haciendo siempre el mismo papel. Qué pena, pensé que un desafío le sentaría bien... Pero, bueno, si no se ve capaz de hacer un papel de marinero...
Robert Shaw es famoso por su flema británica. Pero esta vez le chirrían los dientes.
– Eres un asqueroso chantajista. Acepto el papel. Pero no porque me hayas picado la moral con esa idiotez de que estoy encasillado. Acepto porque siendo tan tramposo es evidente que vas a llegar a lo más alto. Y quiero mi parte del pastel. Lo que cobré por "El golpe", lo quiero multiplicado por cinco.
– Hecho.

Cuando se entera Heston, también le chirrían los dientes. Ser rechazado por un director de 26 años al que no conocen más que en la televisión, le produjo a Charlton Heston, en palabras de su esposa, con la que compartió 46 años de matrimonio, "el mayor cabreo que yo le haya visto jamás".
Se fue a buscar a Spielberg a los estudios de grabación y le gritó semejante sarta de barbaridades que Spielberg acabó pidiéndole disculpas como un chiquillo. Heston juró que jamás trabajaría con Spielberg. Y cumplió. Al correr de los años, Spielberg, multimillonario por culpa de un extraterrestre con cara de tortuga chiflada, ofreció a Heston, cada vez más demacrado por los años y más olvidado por los directores, cuatro papeles bastante buenos, incluido uno en “La lista de Schindler”.
Spielberg recibió cuatro cartas con el mismo texto: "Dije que no, es que no y hasta el fin del mundo será que no". Rodeado de personas que se divorciaban cada cuatro meses, Heston permanece fiel a su esposa toda la vida. Leyendo esa carta, ya no resulta tan extraño.

(IV)
Empieza mayo del 74.
El equipo de rodaje, que rebasa el centenar de personas; los tres camiones que necesita Bruce para su enorme corpachón de escualo hambriento y para los andamiajes que lo hacen moverse bajo el agua; los equipos de iluminación y sonido; los maquilladores; los guionistas; los buceadores con sus mil cachivaches; el propio Spielberg; Peter Benchley que ha dicho algo así como “yo esto no me lo pierdo”…
Toda película marina se ha rodado hasta la fecha en un tanque de agua del grifo, pero Spielberg se empeña en rodar en el mar.
Un total de personas cercano a trescientas cae sobre el indefenso pueblecito Martha´s Vineyard como podría caer una plaga de cuervos sobre un cultivo de cebada.
Los pueblerinos también quieren su tajada a base de alquileres: cada día de rodaje – se ruede mucho o se ruede poco – sale por el equivalente de trescientos mil € de 2010. A Zanuck y a Brown les empiezan a temblar las rodillas, se les empieza a pasar por la cabeza esa idea que todos los jugadores de póker conocen “Retírate ahora o vas a perder hasta los calzoncillos” y, sobrios y comedidos como han sido siempre, empiezan a buscar valentía en las botellas de aguardiente.
En cuanto a Spielberg, quiere controlar hasta el más minúsculo detalle, de modo que a las 24 horas ya ha oído varias veces “¿Quieres poner tú el puto cable, o lo pongo yo que soy el electricista?”, “¿Coges tú el soldador y montas el andamio o me dejas en paz y lo monto yo que soy el mecánico?”…
A los dos días ya están todos de los nervios.


Tercer día en el pueblo. Todo listo para rodar la primera escena en la que aparece Bruce, la escena de "Tiburón en la laguna, tiburón en la laguna...".
Bob Mattey lo advirtió con meridiana claridad: "Lleno de aire pesa una tonelada, pero cuando esté lleno de agua pesará más de cuatro". En cuanto meten a Bruce en el agua, empieza a entrarle a cántaros por la boca y por las branquias. A los cinco minutos está lleno. A los seis minutos, se rompen los soportes y Bruce se va al fondo. A once metros de profundidad.
"Sé con certeza que esa mañana, al levantarme, no tenía canas" - dice Spielberg - "pero esa noche tenía un buen puñado".
En reflotar a Bruce, enderezarle la aleta doblada y reforzarle las soldaduras de los soportes se van cinco días enteritos. Los que andan histéricos desde antes de desayunar ya no son noticia.
El único sonriente y relajado es Richard Dreyfuss. Spielberg no le había mentido: hay tantas chicas en el pueblo que no se pueden contar, aunque él está dispuesto a pasar lista sin dejarse una.
Dreyfuss es soltero, razonablemente guapo, simpático a más no poder y el dinero se le va saliendo por los bolsillos, así que está más tiempo haciendo amistades que en el plató.
Los demás se ponen a las órdenes del director en cuanto amanece pero él suele llegar a media mañana, con cara de fiesta. De hecho, su personaje derrocha desparpajo y relajación. Para desesperación de Robert Shaw, serio y meticuloso en su trabajo como un cirujano en el suyo.
Durante el rodaje, la enemistad entre ambos alcanzó cotas preocupantes. Algunos aconsejaron a Spielberg cambiar a uno de los dos. Spielberg se reía: "Cuanto más asco se tengan el uno al otro, mejor harán su papel". Sus personajes tampoco pueden verse ni en pintura. No es de extrañar que lo borden. Cuando Quinn le grita "idiota" a Hooper, se ve que el piropo le sale del alma. Y cuando Hooper le hace todo tipo de muecas a Quin, puede que se las esté haciendo a Shaw.




Segundo intento. 
Vamos a rodar la escena de la laguna. El bote vuelca, el hombre cae al agua, aparece el enorme cabezón de Bruce, con la boca abierta. ¡Y un hombre rana a su lado!
–  Corten, corten, ¿qué demonios haces tú ahí?
–  Es muy grande. Al moverse desplaza tanta agua que me arrastra.
Hay que sujetar a los once buceadores que intervienen en la escena, de manera que no puedan llegar a verse en la superficie y de manera que puedan darle aire al “devorado” antes de que se ahogue.
El resultado es un lío de cables de flipar.
La escena "tiburón en la laguna..." consume cuatro mañanas y tres tardes.
Los que jamás se habían comido las uñas están haciendo un cursillo acelerado. Y a este paso van a sacar buena nota.

Le toca el turno a la escena del tiburón tigre. Hace falta un tiburón tigre muerto de cuatro o cinco metros. ¿Quién nos pesca uno? Los lugareños se tronchan: en estas aguas hay tantas probabilidades de encontrar un tiburón tigre como de encontrar un plesiosaurio. Resultado: localizan por teléfono a alguien que se comprometa a venderles uno y dos ayudantes de rodaje se van a buscarlo con un camión frigorífico que les alquila un pescador local. Entre ir y volver, casi mil quinientos kilómetros. En el viaje de vuelta, ¿adivinan qué fue lo que se estropeó? ¿Han dicho el sistema de refrigeración? ¡Premio!: el camión frigorífico se convierte en una caja incapaz de enfriar su contenido, cocida por el sol de día y medio, sin ventilación y con un pez muerto en su caldeado interior que casi pesa una tonelada. Cuando llegan al pueblo y abren la puerta de la cámara "frigorífica", sale de allí dentro un hedor a pescado podrido que hace huir a las gaviotas.
Pero Spielberg es terco como dos mulas. ¡A rodar! ¡Ahora mismo! Antes de que se descomponga más.
Bañan al enorme pez muerto con doscientos litros de vinagre porque un abuelo – dueño de la tienda que les vende el vinagre – les ha jurado que así olerá menos, lo sitúan de manera que el viento se lleve el aroma en dirección contraria, ¡y a rodar!
Algunos se llenaron la nariz con tabaco de mascar, lo cual es capaz de anular casi cualquier olor.
Aun así, tiene mucho mérito que sólo vomitasen cuatro personas durante el rodaje de esa escena.
Eso sí, se rodó en sólo tres tomas y a montaje. Tal como salió, se quedó por los siglos de los siglos.
El propio Spielberg nos hace esta confesión: "Aquel olor espantoso se me quedó en la ropa, en la piel, en el pelo... Probé a refrotarme yo también con vinagre... Hasta la sexta ducha no empezó a disiparse y meses después seguía soñando que teníamos que repetir aquella escena."
Y aún no habían empezado a rodar la parte de metraje que transcurre a bordo del Orca...


(V)
¡Empecemos!
La memorable escena en que el tiburón se acerca por primera vez al barco.
"Es enorme" –  dice Hooper –  "debe medir siete metros"
"Ocho" –  dice Quinn – "y pesará tres toneladas"


Primer intento. Demasiada luz. A través del agua, junto a Bruce, se distingue la grúa soporte y un buceador. Una hora para volver a situar cada cosa en su sitio.
Segundo intento. Calculan mal la profundidad y a Bruce apenas se le ve la punta de la aleta.
Tercer intento. Justo cuando todo parecía perfecto, aparece un barquito lleno de gente cantando. Cuarto intento. Un técnico de sonido resbala y se cae dentro del encuadre. Los buceadores que van todo el rato al lado de Bruce, controlando sus movimientos, están agotados. Dejadlo, chicos, probaremos mañana.
Es una hora de cine que merece verse una y otra vez. Técnicamente, es un prodigio.
Spielberg se inventa más de doscientos encuadres inverosímiles; algunos de ellos, absolutamente geniales, como los encuadres a ras de barandilla o los encuadres a ras de agua, siguiendo el vaivén del oleaje, que se lograban con cámaras libres, atadas a flotadores.
Es fantástica esa hora, sí, e incluye la insuperable escena en la que Robert Shaw –  con un texto que él mismo había elaborado la víspera para zanjar las peleas entre los guionistas – nos cuenta la terrible historia de los marineros del Indianapolis.
Sí... Es una hora de cine absolutamente magistral... Pero costó cuarenta días. Cuarenta días de tomas estropeadas por detalles minúsculos, de broncas, de gritos, de ataques de nervios, de insomnio, de cintas caídas al mar y cuyo contenido hay que rodar de nuevo, de barcos que no quieren hundirse cuando se les ordena que se hundan, de escenas que parecen haber salido impecables y que al verlas en pantalla dan risa porque a Bruce se le ha hecho un descosido en la piel o se nota demasiado que cuando muerde a la gente lo hace con la dentadura de goma y se ve que los dientes se doblan, de tardes perdidas porque amenaza tormenta...
El único que dice guardar buen recuerdo de ese verano es Richard Dreyfuss.
"Si sobreviví a ese infierno" –  nos dice Spielberg – "puedo sobrevivir a lo que sea".

A finales de Octubre, se desmonta el tinglado y cada mochuelo a su olivo.
Al día siguiente de haber abandonado Martha’s Vineyard, unos amigos se encuentran a Spielberg en la barra de un bar de Boston. Son las tantas de la madrugada. Spielberg sólo repite dos frases: "El rodaje ha terminado. Otro whisky. El rodaje ha terminado. Otro whisky. El rodaje ha terminado. Otro..."
No es de extrañar que por la mañana aparentase ciento uno.

(VI)
¿Y el resultado de tanto esfuerzo? ¿Mereció la pena? Contestaré con sólo dos datos.
Dato 1: la película acabó costando casi veinte millones de dólares. En 1975, año del estreno, recaudó más de trescientos.
Dato 2: durante 1970, 20 estadounidenses dijeron haber visto tiburones mientras se bañaban en la playa; durante 1971, fueron 24; durante 1972, 16; durante 1973, 21; durante 1974, 18;
Durante 1975, fueron más de cuatro mil...

Los que tuvimos la suerte o la desdicha de pasar 1975 teniendo 13 años, ya no hemos podido disfrutar del mar.

"El gran pez se movía silenciosamente en las oscuras aguas..."

Es la magia del cine. La magia que te hace ver tiburones donde no los hay, la magia que te hace sentir simpatía por un extraterrestre infinitamente más feo que la bruja Avería, la magia que te hace creer que cueste lo que cueste hay que salvar al soldado Ryan, la magia que te hace dudar si tras morir destripado por Alien es más o menos normal reencarnarte en vendedor de varitas mágicas...
Sí, es la magia más poderosa que existe. Y si no crees en la magia, haz este sencillo experimento: intenta bañarte en las oscuras aguas del Atlántico, en un sitio donde no hagas pie, mientras suena la música de "Tiburón", esas crispantes tríadas de notas... da da daaa... da da daaa...  dadadá.
¿Has visto la aleta?
¿Ya crees...?

(VI)
Un último detalle.
El Óscar a mejor película de 1975 no se lo llevó Tiburón...
Pero es que 1975 es el año de ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL CUCO, esa soberbia obra maestra de Milos Forman, que se llevó los cinco grandes: mejor película, mejor director, mejor actor, mejor actriz y mejor guión.
Casi nada.






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